ANA, MADRE DE MARÍA
Tomado
del libro,
“Jesús
El Hijo del Hombre”
de Khalil Gibran
El nacimiento de Jesús
Mi nieto nació aquí, en Nazareth, en el mes
de enero. La noche del nacimiento de Jesús unos hombres que venían de Levante
nos visitaron. Se trataba de unos extranjeros que habían llegado de Asdrolón
con las caravanas que mercan con Egipto. Nos solicitaron hospitalidad en
nuestro hogar, pues en el albergue no encontraban lugar para pasar la noche.
Les di la bienvenida y les informé:
-Mi hija acaba de dar a luz un varón;
vosotros, sin lugar a dudas, me disculparéis si no os hago las
cumplimentaciones que merece vuestra permanencia aquí.
Me agradecieron el haberles dado hospedaje,
y, luego de cenar me dijeron:
-Es nuestro deseo conocer al recién nacido.
El hijo de María era un bebé muy hermoso;
ella misma era muy bella y atrayente. Ni bien los extranjeros vieron a María y
a mi nieto, extrajeron de sus bolsas oro y plata y lo dejaron a los pies del
niño. Luego le ofrendaron incienso y mirra y prosternándose, más tarde oraron
en un idioma que no comprendimos.
En el momento de conducirlos al aposento que
había preparado para que reposaran, penetraron en el mismo con un aire de
recogimiento, como maravillados por lo que acababan de ver. Cuando salió el sol
se marcharon para continuar su camino hacia Egipto; más antes de partir me
dijeron:
-A pesar de tener su nieto un día de edad
hemos podido ver en su mirada la luz del Dios que adoramos, y hemos visto
también Su sonrisa a flor de labios. Por eso, le rogamos que cuide de Él como
para que Él la cuide después.
Y luego de decir esto, montaron en sus
dromedarios y nunca más los hemos vuelto a ver.
En lo que respecta a María su felicidad no
era, con todo, tan grande como su asombro y admiración ante su vástago. Detenía
la mirada largamente sobre su rostro, y después la perdía en el horizonte, a
través de la ventana, absorta como si estuviera contemplando una revelación del
cielo.
El niño fue creciendo en edad y en espíritu,
y se mostraba absolutamente distinto de sus compañeros de juegos, pues buscaba
la soledad y no permitía que se le mandara, y nunca pude poner mis manos sobre
él.
Y era muy amado por todos los habitantes de
Nazareth. Luego de unos años supe el porqué y el motivo de ese cariño y apoyo.
Varias veces se llevaba la comida y la regalaba a los extranjeros que pasaban,
y si yo alguna vez le daba un trozo de golosina, lo ofrecía a sus compañeros
sin comer de él ni siquiera un trozo.
Trepaba a los árboles frutales de nuestra
huerta y le llevaba los frutos a los que no tenían en la suya. Y varias veces
le he visto jugar carreras con los chicos de la aldea; cuando se daba cuenta
que alguno se le había adelantado, disminuía, a propósito, la velocidad de su
marcha para que pudieran ganar sus contendientes. Y cuando lo conducía por la
noche a su cama para que descansara acostumbraba decir:
-Dile a mi madre y a las otras que únicamente
mi cuerpo descansa, pero mi espíritu las acompaña hasta que el de ellas se
asome a mi Alba.
Y muchas otras cosas más, como por ejemplo
esa hermosa parábola que me contaba cuando aún era un pequeño, pero que ahora,
en mi vejez, la memoria me impide acordarme con fidelidad de ella.
Hoy me han dicho que no volveré a verlo
nunca, mas… ¿cómo podré creerles? Si ahora mismo sigo oyendo su risa y el eco
de sus pisadas todavía resuena en el patio de nuestra casa, y si beso el rostro
de mi hija percibo aún el aroma de sus besos derretirse sobre mi alma; como
también siento su hermoso cuerpo flotar estrechado contra mi pecho. Mas, ¿no es
cierto que es extraño que María no haya hablado nunca más de su hijo cuando yo
estaba presente? Varias veces creí sentir que ella misma tenía necesidad de
verlo, pero como una estatua de metal, de esa manera se inmovilizaba ella
meditando ante la luz diurna, de tal forma que mi alma se derretía y corría por
mi pecho como si fuera un río.
Pero, quién sabe; quizás ella sepa más que
yo; y ruego al cielo que me cuente todo lo que sabe del misterio que no alcanzo
a descubrir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario