mayo 29, 2018

POCILLO DE CHOCOLATE



Lo días del invierno
acarrean consigo un pocillo caliente de chocolate,
batido con el viejo molinillo de la abuela
que guarda vestigios de amor,
la espuma que corona la bebida
hace que cada sorbo sea un verdadero agasajo,
y con una magia inexplicable,
en la boca estalla el júbilo
de los cacaos en flor.


© 2018. Mayela Bou

mayo 25, 2018

LOS INSECTOS


Los Insectos

En el patio de la infancia
había chicotes y luciérnagas,
la niña de la casa solía
hacerles casitas con cajitas de cerillas,
apacible relicario lleno de ilusiones.
La brevedad de la inocencia
me enseñó la nobleza de un insecto,
la sencillez de la vida,
la fragilidad del tiempo.
Aprendí a esperarlos cada invierno.


© 2018. Mayela Bou

mayo 14, 2018

MIS AMANECERES





Los años han hecho que los amaneceres de mi casa cambien constantemente. Lejanos han quedado aquellos días en los que amanecía con las ojeras colgando y un desvelo agotador por haber tenido que amamantar cada dos horas al hijo en turno, pero ningún cansancio valía ante la sonrisa dulce de un bebe que sabía que nuevamente había salido el sol y le espera un mundo nuevo por descubrir desde los brazos de su madre.

Después, lenta y suavemente entraron por la ventana de casa aquellos días del inicio de la era escolar de los hijos; digo era, porque ahora que veo hacia atrás, parecen años interminables. Los amaneceres se volvieron apresurados, entre uniformes, tareas, loncheras, panes con crema, crayones, sacapuntas y borradores, celebraciones del día del maestro, de la madre, del padre, la independencia, los deportes, fracasos y aciertos y, sobre todo, las tan esperadas vacaciones. Año con año, peldaño tras peldaño la era escolar iba llegando a su fin. Como regalo, me dejó una preadolescencia tranquila y una adolescencia fresca. Tonalidades nuevas de voz, y algunos vellos que asomaban en sus frescos rostros, figuras perfectas talladas por la disciplina del ballet, carcajadas gratas, conversaciones placenteras, sueños que empezaban a asomar en el corazón de mis hijos y que en aquel entonces, parecían tan lejanos.

Los amaneceres universitarios fueron más tranquilos, el tiempo era marcado por un reloj situado en un faro diminuto que no necesitaba acelerar los segundos; cada uno buscaba lo que necesitaba, empezaban a saborear las mieles de la independencia. Entre nosotros abundaban las conversaciones de sobremesa, interminables e interesantes.  
La diversidad de horarios repartida en tres hijos, me convirtió en taxista y en la mejor saltimbanqui del tiempo. Ya no había loncheras ni uniformes; a cambio se fueron revelando los días largos y sus noches de exámenes parciales, entrega de trabajos, inscripciones en las madrugadas, de llanto, impotencia y celebraciones; las ojeras no colgaban ahora de mis ojos, sino de los ojos de ellos. Y yo dormía plácidamente, sabiendo que en el campo de batalla, sabrían conquistar cada uno de sus sueños. Al final de tanto esfuerzo llega la cosecha, y cuando escuchas su nombre y los ves pasar a recoger sus títulos, te das cuenta que fue ayer que en tus brazos descubrían el mundo, que no ha pasado mucho tiempo del día aquel en el que les enseñaste a usar una cuchara, a levantarse si se caen, a que los amaneceres inician con unos buenos días, y que las estrellas del cielo son la certeza de una existencia divina.

Tan distintos a los días pasados son mis nuevos amaneceres, el fogón de la cocina inicia con los primeros rayitos de sol, el olor del café llama al “Dichosofuí” a cantarme desde el pino, algunas luciérnagas ya van a dormir y yo corro a preparar en el horno el pan caliente de los comensales, que pronto tendrán que ir a sus trabajos. Les escucho desde la cocina, hablar de corbatas, camisas, noticias, trafico, y así hasta que llegan a la mesa, conversamos en el desayuno y entre un corre y corre veo levantarse como una parvada de gaviotas a mis hijos y volar alto, cada uno se despide con un beso suave y sencillo, ese beso eterno en el alma que me hace sentir viva, que me recuerda el trabajo realizado, y me llena la existencia.

Cuando todos se han marchado, mi casa entra en letargo, mis perros que también se han despedido de todos los demás van buscando su puesto cerca de mi escritorio, las gatas se acomodan cerca de la música de piano que nos regala la Alexa, me acompaña un rico té de canela con miel, que he preparado antes de apagar la lumbre y cerrar la cocina para empezar a navegar entre libros, música, poemas, escritos,  y poder así reinventarme cada día.

© 2018. Mayela Bou