Después,
lenta y suavemente entraron por la ventana de casa aquellos días del inicio de
la era escolar de los hijos; digo era, porque ahora que veo hacia atrás, parecen
años interminables. Los amaneceres se volvieron apresurados, entre uniformes,
tareas, loncheras, panes con crema, crayones, sacapuntas y borradores,
celebraciones del día del maestro, de la madre, del padre, la independencia,
los deportes, fracasos y aciertos y, sobre todo, las tan esperadas vacaciones.
Año con año, peldaño tras peldaño la era escolar iba llegando a su fin. Como regalo,
me dejó una preadolescencia tranquila y una adolescencia fresca. Tonalidades nuevas
de voz, y algunos vellos que asomaban en sus frescos rostros, figuras perfectas
talladas por la disciplina del ballet, carcajadas gratas, conversaciones placenteras,
sueños que empezaban a asomar en el corazón de mis hijos y que en aquel
entonces, parecían tan lejanos.
Los
amaneceres universitarios fueron más tranquilos, el tiempo era marcado por un
reloj situado en un faro diminuto que no necesitaba acelerar los segundos; cada
uno buscaba lo que necesitaba, empezaban a saborear las mieles de la
independencia. Entre nosotros abundaban las conversaciones de sobremesa, interminables
e interesantes.
La
diversidad de horarios repartida en tres hijos, me convirtió en taxista y en la
mejor saltimbanqui del tiempo. Ya no había loncheras ni uniformes; a cambio se
fueron revelando los días largos y sus noches de exámenes parciales, entrega de
trabajos, inscripciones en las madrugadas, de llanto, impotencia y
celebraciones; las ojeras no colgaban ahora de mis ojos, sino de los ojos de ellos.
Y yo dormía plácidamente, sabiendo que en el campo de batalla, sabrían
conquistar cada uno de sus sueños. Al final de tanto esfuerzo llega la cosecha,
y cuando escuchas su nombre y los ves pasar a recoger sus títulos, te das
cuenta que fue ayer que en tus brazos descubrían el mundo, que no ha pasado
mucho tiempo del día aquel en el que les enseñaste a usar una cuchara, a
levantarse si se caen, a que los amaneceres inician con unos buenos días, y que
las estrellas del cielo son la certeza de una existencia divina.
Tan
distintos a los días pasados son mis nuevos amaneceres, el fogón de la cocina
inicia con los primeros rayitos de sol, el olor del café llama al “Dichosofuí”
a cantarme desde el pino, algunas luciérnagas ya van a dormir y yo corro a
preparar en el horno el pan caliente de los comensales, que pronto tendrán que
ir a sus trabajos. Les escucho desde la cocina, hablar de corbatas, camisas,
noticias, trafico, y así hasta que llegan a la mesa, conversamos en el desayuno
y entre un corre y corre veo levantarse como una parvada de gaviotas a mis hijos
y volar alto, cada uno se despide con un beso suave y sencillo, ese beso eterno
en el alma que me hace sentir viva, que me recuerda el trabajo realizado, y me
llena la existencia.
Cuando
todos se han marchado, mi casa entra en letargo, mis perros que también se han
despedido de todos los demás van buscando su puesto cerca de mi escritorio, las
gatas se acomodan cerca de la música de piano que nos regala la Alexa, me
acompaña un rico té de canela con miel, que he preparado antes de apagar la
lumbre y cerrar la cocina para empezar a navegar entre libros, música, poemas,
escritos, y poder así reinventarme cada
día.
©
2018. Mayela Bou
No hay comentarios:
Publicar un comentario