febrero 02, 2011

Un cuento escrito para Efraín Barbón

Como resultado del post anterior mi hermano mayor me ha pedido que publique en este portal un cuento que él escribió para Efraín Barbón.
Es un honor poner las letras de mi hermano a la hora del café, para que todos ustedes lo disfruten.
Es un cuento hermoso, muy sentido en sus palabras, lleno de nobleza y generosidad, se refleja el alma de mi hermano en ellas.
Gracias Herma, lovo.





DE HOMBRES Y ARBOLITOS
Carlos Velis


El ritmo de la ciudad, frenético y asimétrico, pinta a grandes pinceladas, más bien, empasta con espátula un transcurrir de manchas, acompañadas de ruidos sin concierto, en el que nos aglutinamos todos, hombres y mujeres, en una carrera con destino incierto. Dentro de ese cuadro, como absurdamente superpuesto, con un andar ralentado, en la acera de enfrente de la oficina donde empeño mi vida por ocho horas diarias, de pronto lo vi.

Era una ironía caminando; es decir, algo parecido a caminar. Más bien, flotaba bamboleándose como una rama de árbol en medio de un lago. Era una ironía caminando como que flotaba. En una ciudad discriminativa a ultranza, en que los blancos de ojos claros están en la TV, los morenos en los comercios y empleos y los mendigos tienen facciones indígenas, ver a un hombre con rasgos europeos en la más absoluta indigencia, era una ironía. Ni su extremada delgadez, ni la suciedad que lo cubría completamente, lograban borrar la estampa de elegancia y fineza que delataban una procedencia muy diferente al lodazal en que lo había arrojado la vida. ¿La vida?
Todo aquello era muy extraño. Iba envuelto en una atmósfera irreal, como un santón estilita del Medievo. Cojeaba penosamente. Su cabellera rubia entrecana, le caía hasta los hombros; la nariz recta y enérgica, apuntaba con extrema dignidad hacia adelante. Los brazos y las manos, completamente mugrientos, semejaban raíces de un árbol atormentado por las vicisitudes del tiempo y el clima. Pero lo más curioso era que, en sus manos, llevaba un arbolito.
Era un pino en una maceta. De esos tratados con la técnica oriental llamada bonsái, la cual consiste en cortar la raíz vertical para impedir el crecimiento. Era exactamente como la especie que crece en los bosques, árboles poderosos, de una altura colosal, sólo que éste, no se levantaba a más de veinticinco centímetros de altura en la maceta.
Lo detuve y le hablé. ¿Vende ese arbolito? Me vio de una manera extraña. Como agradeciendo. Entonces me contestó. Sí señor, es un abeto. La voz era profunda y con una lentitud del que se consciente condenado; que sabe que el tiempo ya no significa nada para él. Eso me estremeció por dentro. Siempre he sido muy observador y me las he llevado de poder interpretar el subtexto. Pero aquella voz me sorprendió. Sin saber qué más decir, pregunté lo obvio. ¿Es un bonsái? Él, tomando una buena bocanada de aire, me respondió. Sí. Es un bonsái de un año. Ya tiene su buen montón de raíces. Más curioso, volví a indagar. ¿Usted los hace? Lentamente, casi para sí, me contestó. Sí. Es mi forma de ganarme la vida. Es que yo fui publicista, pero ya no puedo trabajar de eso, porque tengo una enfermedad terrible. Estoy condenado a muerte. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Tengo sida, señor.
En ese momento, sentí un impulso de salir corriendo de allí. Pero inmediatamente se impuso el ejercicio que hice por muchos años, preguntándome qué haría en un momento así. Muchos amigos míos, bailarines, músicos, actores y de otras profesiones, homo y heterosexuales habían muerto, pero yo no los había tenido enfrente, dándoles la mano. La información sobre el tema terminó imponiéndose y le tomé un hombro.
Entonces, como quien deshoja un manuscrito al viento del otoño, soltó su historia. Proveniente de una familia de gran fortuna, con una carrera universitaria en los Estados Unidos, un negocio propio y un sitio en todos los salones del gran mundo. Una juventud alegre, despreocupada, en la abundancia, de francachelas y excesos. Corredor de autos y gran medrador de las esferas del poder. Escanció las mieles del placer hasta las heces. Casó con una diplomática millonaria, con la que procreó dos hijos. Luego de divorciado, contrajo segundas nupcias con esa mujer que cambió las cerraduras de la casa, cuando supo la terrible verdad.
Amigo de presidentes y dictadores, asiduo a la mesa de Tacho, consuelo de las casadas olvidadas, como doña Esperanza Porto, abanderado del hedonismo, conoció, bíblicamente, a reinas de belleza, artistas, primeras y hasta últimas damas. Ron y tabaco a libre demanda, discotecas de moda, pistolas, vuelos, barra shows, mujeres, mujeres, mujeres.
Así comenzó una amistad, o relación comercial. Él llevaba arbolitos y yo le compraba casi a diario. También compré libros sobre la materia y fui desarrollando los conocimientos necesarios. Algunos morían, otros vivían por un tiempo, enfermaban y morían. Pero hubo algunos que sobrevivieron.
Varias personas llegaban a la oficina, con sus buenos oficios, para prevenirme que estaba siendo estafado. Aseguraban que veían al viejo cuando arrancaba las plantas de los arriates de la calle, para ir a vendérmelos. Ya lo sabía. Yo mismo lo vi caminando por las calles, buscando entre el polvo de los arriates. Arrancando retoños de Laureles, Amates, Chilamates, Llama del bosque,, Árbol de fuego, Palo de hule y tantos otros, que, a pesar del desastre ecológico que significa la ciudad, crecían tenazmente, como recuerdo de ancestrales bosques tropicales. Algunas veces, crecen hasta en pequeñas grietas de las paredes, donde apenas tienen unos granos de tierra. Los sembraba en macetas o, cuando no alcanzaba a comprarlas, en cualquier recipiente que pudiera contener un puñado de tierra.
A mí, me parecía más digno vender arbolitos, que pedir limosna. Además, la mayoría de ellos sobrevivía, lo que indicaba que tenía “buena mano”, como se dice en el campo.
A veces, llegaba muy mal, que parecía que las manos de los dioses atenazaran y fueran a disponer de él en cualquier momento. Tal vez esa misma noche. A los días, volvía repuesto. Los dioses habían aflojado.
Un día le pregunté cuánto tiempo llevaba viviendo así y me dijo que, desde que le descubrieron la enfermedad, habían pasado ocho años y, de vivir completamente en las calles, deambulando de día y durmiendo en los portales, por las noches, tenía dos años. Ese dato era sorprendente, sobre todo tomando en cuenta que padecía una terrible enfermedad mortal. Usted es fuerte, le dije. Otro ya se hubiera muerto. A usted lo está matando la tristeza. Trate de salir de eso. Hable con su familia. Entonces, con la garganta hecha un nudo, me contó que su madre fue la que lo echó a la calle desde que supo de su enfermedad. Su hermano menor, médico, una noche lo golpeó en el callejón donde dormía.
Conmovido por aquella historia, indagué esos datos tan sorprendentes de aquel príncipe convertido en mendigo, como un personaje de Dickens. Para mi sorpresa, todos eran ciertos. Ex condiscípulo de presidentes, ex amante de grandes damas, ex caballero en los salones elegantes, ahora expedito del gran mundo. Supe, además, que su familia lo había despojado de toda su herencia, falsificando firmas y documentos. Pero, por si fuera poco, aquella gente hace mucha caridad; presiden fundaciones y son árbitros de la moralidad y los valores de la sociedad. Toda una gente de “buena familia”.
Lo invité a mi casa un domingo, para que se bañara y comiera bien, siquiera por un día. No llegó. Incluso, se desapareció por un tiempo. Después me contó que había estado en el hospital. Que la noche del sábado anterior, los dioses parecía que apretarían hasta reventar. Pero que ya estaba mejor.
En una segunda ocasión, en que hacía frío y mucho viento, le repetí la invitación. Le ofrecí que durmiera en mi casa, por lo menos mientras duraban los vientos, pero tampoco llegó. En esa ocasión, había estado escondido, porque fue a la casa de la madre, a clamarle por un plato de comida, desde la calle. En su desesperación, la ira le subió y con un tubo de hierro, quebró la cerradura de la casa. La señora llamó a la policía, que llegó rápidamente, pero no lo capturaron, porque no sabían que aquel indigente cubierto de mugre y cuerpo endeble, fuera el agresor. Se retiró de entre los policías, con su paso vacilante, de pabilo a punto de extinguirse.
Entonces entendí la patética verdad. Que la sentencia de muerte no la firmó la enfermedad. El verdugo era su propia sangre. El hacha en manos de ese verdugo, era el desprecio. Que el caso no tenía solución. Él no iba a entrar a ninguna casa, si no era la de la madre; ni comería en otra mesa, más que la suya, ni se calentaría en otra leña, más que la de su hogar.
Así que no insistí más; sólo me limité a comprarle ramas y cogollos recién cortados y sembrados precipitadamente. No obstante, debo aceptar que, milagrosamente, algunos han sobrevivido y desarrollado. Tienen buenas raíces, brotes, ramas torturadas, como hendidas por el rayo, varios están enraizados en piedra. El bonsái es una criatura vegetal que sobrevive entre las adversidades. Mala tierra, poco sol, sufren una poda despiadada, para mutilarles el crecimiento; en fin, unos verdaderos héroes de la vida. Mi amigo, semejante a éstos, era un hijo de aquel árbol que una vez fuera gigantesco, ahora talado; un cogollo que había brotado a pesar de todo, aferrándose tenazmente a la vida. Un gigante enanificado, luchando por conservar el hálito vital.
La confianza que me tenía, lo fue haciendo soltar ciertas cosas de su vida, que me permitió profundizar en aquella personalidad tan especial. Una vez me contó que había visto asesinatos y asaltos, por las noches. Aquella frágil figura, más bien era una sombra, por lo que no lo tomaban en cuenta. Era como que no existiera. Vio matar a sangre fría. Después, confesó que había estado ligado a ciertos servicios de inteligencia. Me asustó mucho, cuando me dijo que había tenido en sus manos un expediente con mi nombre.
Una noche se encontró con un joven de un país vecino. El padre de éste, había sido muy amigo de nuestro hombre bonsái. Se identificaron y el joven, conmovido, le juró que lo sacaría de aquella situación, por los viejos tiempos. Tendría, de allí en adelante, un techo, comida y ropa. Volvería a ser persona.

Nunca más apareció. Eso lo golpeó de tal manera, que empeoró. Ya no se podía ni sentar. No retenía la comida. La depresión se hizo más profunda, al punto que dejó de trabajar sus arbolitos. Deambulaba por esas calles, detenía a sus conocidos y pedía limosna, aunque él decía que era para los autobuses, porque tenía que ir a cierta parte.
Por fin, se ausentó del todo; cambió de ruta, no volvió a pasar por la oficina, ni apareció por las noches, cuando le íbamos a dejar un plato de comida.
Pero la última conversación, no la olvidaré mientras viva. Aunque aparentaba muchos más años que yo, descubrimos que nacimos el mismo año. Estuvimos hablando de nuestra juventud. Asombrosamente, estudiamos en los mismos colegios, conocimos a la misma gente; aunque los caminos de nuestras vidas nunca se encontraron y nos llevaron por rumbos totalmente diferentes. Para cuando la guerra, yo fui guerrillero y él fue piloto aviador. Con una energía que no le había visto hasta entonces, me contó de negocios oscuros, como tráfico de armas, en que estuvo involucrado. No le puedo contar más, porque hay mucha gente que todavía está en la cosa pública, que le pueden hacer daño. A mí, si llegan a saber lo que le he dicho, me matan. Luego me contó que había bombardeado barrios populares, con bombas de napalm. Le juro que yo no sabía lo que era eso. Sólo me di cuenta, hasta que vi los cuerpos achicharrados, en el mismo lugar donde estaban parados. Se veía muy intranquilo. Se rascaba el cuerpo con desesperación. Se puso de pie, con esfuerzo. Se mareó y se detuvo como pudo. Después, caminó un poco, como si buscara un espacio limpio donde poner el pie, después de haber ensuciado el lugar con sus recuerdos. Hizo un hondo silencio.
Entonces, dando la vuelta para irse, más para él mismo que para mí, dijo: Usted no se imagina. Son demasiadas cosas que tengo que purgar antes de irme. Ya me han dicho, “vos no te vas a morir, hasta que no pagués lo que hiciste”. Esta enfermedad no me deja, pero no me mata. Por las noches me suben las calenturas. Las pústulas no me dejan ni sentarme.
Yo lo alcancé un poco y le dije: No entiendo cómo usted solo tiene que aguantar todo esto, cuando hay muchos que se están riendo de la vida, como que no hubieran hecho nada.
Sonrió resignado y me dijo: No crea, esos se ven frescos y elegantes; cualquiera se equivoca y cree que han huido de sus conciencias, pero también llevan su cruz. Suicidios, hijos drogadictos y locos, o presos en países donde las leyes valen, vergüenzas terribles, que ahogan entre las cuatro paredes de sus casas o silencian con sangre. Y ya no digo más. Tengo miedo.
Esa fue la última vez que lo vi. Se alejaba penosamente entre el humo de los autobuses.
Muchos de los arbolitos que le compré a él, aún están vivos y desarrollándose saludablemente. Esas vidas vegetales son su reivindicación. Tal vez algún día logre limpiar su conciencia, pero, en lo que a mí respecta, ese viejo será siempre el hombre de las manos de raíces, que daban vida, que me enseñó a amar los bonsái.

5 comentarios:

  1. ESTA HISTORIA, TIENE MUCHO DE LA ANTERIOR, AUN ASÍ, DEJA UNA LECCION DE VIDA.
    SALUDOS MAYELA

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  2. Bernard Werber, hablando de reencarnacion menciona que Hitler reencarno en un bonsai, pues este es un arbol que sufre la tortura, en sus raices, en sus ramas...una penitencia que debemos pasar dependiendo la forma en que vivimos la vida anterior. Me parecio una metafora muy triste para un bonsai, prefiero la historia real que ustedes han vivido donde el bonsai representa la esperanza, las ganas de vivir de un marginado de la sociedad. Gracias por compartir esa leccion de la vida con nosotros.

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  3. Gran historia...gran Hombre, "con toda su defectuosa y escandalosa humanidad"

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  4. Lo cierto es que apetece saber más de él!
    Un besote y buena semana

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  5. Precioso , me llega al corazón :)

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