febrero 28, 2011

Qué misterio hay en los números???



Llevo años teniendo un sueño recurrente: No me graduó del colegio por que no paso el examen de matemáticas.
Las matemáticas definitivamente no son lo mío, pero me fascina toda la magia que los números encierran.
Nunca entendí para que me iba a servir en la vida practica todo lo que se nos enseñó en el colegio sobre matemáticas, hubiera sido mas beneficioso que nos enseñaran a calcular interese, para que los banco y las tarjetas de crédito no nos estafen, a calcular las cantidades de dinero que el gobierno nos descuenta en impuestos, seguro social y de vejez, por que hay que joderse como descuentan de la planilla de pago cantidades grandes y cuando se es viejo les dan una pensión de hambre y miseria a los pensionados. Y como siempre, nadie dice nada por que no tienen ni idea de como calcular su dinero.

Qué misterio hay en los números??


Desde que los número fueron creados (En nuestro caso los arábigos) las personas han sentido atracción por relacionar los fenómenos y hechos que los rodean con éstos, como si los números fueran algo intrínseco del universo, y nada más lejos de esto, ya que ha sido una invención humana. Y es que las casualidades se dan a diario, y esto nos despierta el interés, llegando incluso a buscar relaciones sobrenaturales entre esos números que vemos y los hechos que nos rodean.

Un caso en particular es el famoso ciclo de la luna de 28 días. Este curioso número par también se repite en el ciclo menstrual de la mujer… ¿Coincidencia o la luna en realidad influye sobre la ovulación femenina?. Esta creencia se extiende incluso hasta tradiciones religiosas orientales, los cuales daban por hecho la relación entre estos 2 períodos de tiempo. Y es que tanta exactitud confundía hasta a los científicos más escépticos del pasado.


Uno de los números impares que más ha dado de que hablar es el número 7, y es que a este número primo se le atribuyen hasta poderes de buena suerte. Todo esto se debe a que las personas entienden que el número 7 se repite mucho, pues:

- 7 son los días de la semana.
-Es la suma de lo humano con lo divino, 3 (lo celeste) + 4 (lo terrenal).
-Las 7 notas musicales: do, re, mi, fa, sol, la, si.
-Los 7 colores del arco iris: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, índigo o añil y violeta.
-Los 7 pecados capitales: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza.
-Las 7 artes: pintura, escultura, arquitectura, literatura, música, danza, cine.
-Los 7 mares.
-Las 7 Maravillas del Mundo.
-Las 7 vidas del gato.
-En la Biblia (Génesis 41:15-29), se habla de 7 vacas flacas y 7 vacas gordas
-En el hinduismo existen 7 chacras en el cuerpo humano.
-El cuento de los hermanos Grimm, Blanca nieves y los siete enanitos.
-En Fushigi Yūgi y en la mitología china, las siete Estrellas de Suzaku.
-Jesucristo explica que se debe perdonar 70 veces 7.
-Son 7 los elementos Fuego, Viento, Tierra, Agua, Luz, Oscuridad y uno Neutral, etc, etc

Por suerte que la mano no tiene 7 dedos, ya que si no llegaría a pensar que estamos regido por este simpático número natural.

Hay algunos números menos dichosos, y entre esos está el número 13, pues a éste se le relaciona con la mala suerte. Esta superstición es llevada básicamente en Occidente, donde los latinos consideran el martes 13 de mala suerte y se realizan actos de brujería. En países anglosajones el fatídico día es el viernes 13. Y es que esta superstición ha cavado tan hondo que este número es omitido en calles, carros de formula 1, edificios entre otros.

Existen otros como el 45 relacionados con las pistolas, el 14 con el amor, el 12 con los apóstoles, etc. Y es que en cada país y cada cultura tiene sus creencias y relacionan los números con los hechos que los rodean. Para crear confusiones o resolverlas, el hecho es que las matemáticas han facilitados todas las operaciones y actividades humanas.

Las matemáticas van desde lo ridículamente simple hasta lo extremadamente complejo, y debido a su importancia siempre estarán presentes en las actividades del ser humano y  en mi trauma de no pasar el examen de matemáticas....


febrero 14, 2011

BOOK (tecnología de punta)

Saquen sus pronósticos sobre lo que será el futuro editorial con la llegada de los libros digitales. Yo en lo particular no cambio los libros por un 
e-book
Es una genialidad este vídeo, que lo disfruten!
Buen inicio de semana!
A propósito, mi amigo Carlos me recomendó leer Los Pilares de la tierra de Ken Follet, es un libro fascinante, que nos atrapa de principio a fin.
Gracias Carlitos!


febrero 12, 2011

LA DIGNIDAD DEL MIEDO



Me gusta leer este articulo de Levy cada vez que siento miedo.


La dignidad del miedo.
Norberto Levy




Así como en el plano físico cada órgano (hígado, cerebro, riñones, corazón) cumple una función específica y necesaria, en el universo emocional cada emoción cumple también una función de igual importancia. Existen emociones que nos informan acerca de lo que tenemos (alegría, gratitud, confianza, solidaridad, etc.) y otras que nos informan acerca de algo que nos falta (tristeza, miedo, envidia, culpa, etc.) A estas últimas se las suele llamar "negativas", y no lo son. Son en realidad valiosísimas señales que nos remiten a problemas que estamos experimentando en ese momento.
Por ejemplo, el miedo es la sensación de angustia que nos informa que hay una desproporción entre la amenaza que enfrentamos y los recursos que tenemos para encararla. Si el peligro tiene "valor diez" y los recursos son también "valor diez" no se producirá miedo. Si en cambio, los recursos son "valor cinco", el miedo surgirá y será la señal que nos avisa de esa desproporción. En ese sentido podemos comparar al miedo con la luz roja del tablero del automóvil que se enciende e indica que hay poca nafta. El problema no es la luz sino lo que pone en evidencia: que falta combustible. La luz roja es una valiosísima señal que nos remite a resolver ese problema. Lo que necesitamos es aprender a tratar al miedo con la misma eficacia con que tratamos la luz del tablero, y eso es posible.




Creencias erróneas
Uno de los factores que perturba esa posibilidad son las creencias equivocadas que tenemos acerca del miedo. En general pensamos que es una "emoción negativa", que es señal de debilidad y cobardía, que es mejor no escucharlo porque sino no haríamos nada, que los hombres no tienen miedo… que el problema es el miedo y que si por el camino que fuera lográramos no sentirlo, no tendríamos las angustias estériles que el miedo nos trae. Cuando nos apoyamos en esas ideas tapamos y maltratamos al aspecto miedoso y ahí es cuando el miedo comienza a convertirse en un problema que paraliza y hace sufrir.




Qué hacemos con el miedo
Es bueno recordar que no sólo sentimos miedo sino que a continuación reaccionamos ante ese miedo que sentimos, y podemos sentir vergüenza, rabia, desprecio, impotencia o miedo por tener miedo. Es decir, se produce una reacción emocional en cadena, y lo interesante es que según sea esta segunda reacción será el destino del miedo original. Si nos da miedo sentir miedo tratamos de suprimirlo porque nos parece que nos va a sobrepasar y desorganizar. Si nos da rabia nos enojamos con la parte miedosa y solemos retarla y castigarla. Si nos avergüenza, la escondemos. Y así, cada una de estas segundas reacciones produce una actitud específica hacia el miedo original. A la parte miedosa se le agrava entonces su condición y tiene dos amenazas: la externa (el examen, la enfermedad, el rechazo, o lo que sea el motivo del miedo) y la interna, que es la propia reacción interior.




La reacción interior
Matías me consultó por miedo a la soledad. Le pregunté: "Si imaginaras que esa parte miedosa estuviera enfrente ¿qué le dirías? ...y mirando hacia ese espacio le dijo: "¡estoy harto de ese miedo absurdo que tenés que no me deja vivir... me dan ganas de abofetearte para que despiertes...!"Lo invité entonces a que tomara el lugar de la parte miedosa y viera cómo se sentía al escuchar eso. Desde ahí respondió: "Ahora me siento peor y más solo que antes..."Esta es una de las típicas reacciones interiores que agravan el miedo original. En ella se suman el enojo ignorante que cree que abofeteando a la parte miedosa la va a transformar, y la creencia, ignorante y frecuente también, de que hay miedos absurdos.Ambas forman parte de la evaluación que hacemos acerca de lo que sentimos, y esta evaluación es continua, seamos o no, concientes de ello. Algunas de esas reacciones nos ayudan efectivamente a cambiar y otras, como las que describimos recién, nos dejan más asustados que antes.
Y esto es así no porque el evaluador sea malo sino porque es ignorante y no sabe cómo ayudar. Nosotros somos los dos, tanto el que tuvo miedo como el que lo evalúa. Somos ese equipo, y según cómo se relacionen entre sí será nuestro destino psicológico: insatisfacción crónica o crecimiento.Y dado que es una función tan importante ¿Qué puede hacer el evaluador, por ejemplo ante el miedo, para aprovechar esa emoción en lugar de sólo padecerla?
Primero: Legitimarla y escucharla. Legitimar no es consentir. No es: "Está todo bien, y... a otra cosa". Eso anestesia pero no ayuda. Legitimar quiere decir que se reconoce que hay un problema, pero que quien lo padece no merece reproche por eso, sino ayuda. Hay personas que dicen: "Yo no escucho a mi parte miedosa porque si la oyera nunca haría nada". Esa actitud funciona durante un tiempo muy corto pero la parte miedosa no escuchada y maltratada sigue creciendo y en algún momento, activada por una situación tal vez menor, irrumpe de golpe con todo el miedo acumulado y se produce lo que conocemos como crisis de pánico. Podríamos compararlo con una angina. Si la reconocemos y asistimos, llega hasta ahí y remite. Si no escuchamos ni atendemos esa señal, crecerá y se hará neumonía. La crisis de pánico es el equivalente psicológico de esta neumonía.
Segundo: Una vez que la hemos escuchado, preguntarle: ¿Cómo necesitás que te trate y te hable para que puedas sentirte acompañada y ayudada por mí? Es importante saber que si se le da el tiempo suficiente, esa parte miedosa lo va descubriendo, y la experiencia clínica muestra que ese trato que necesita, en la mayoría de los casos no coincide con el que recibe diariamente.
Tercero: Intentar tratarla como lo acaba de pedir. Eso se logra cuando el evaluador interior se conecta con un componente esencial de su rol, y es que su tarea consiste en evaluar para enriquecer, no para destruir a lo evaluado.




Que una parte de uno mismo le hable a otra y después esa otra le conteste, tal como ocurre entre dos personas, parece algo extraño, pero de hecho esa conversación interior existe, aunque no la percibamos con claridad. Este ejercicio intenta amplificar esas voces y transformar su antagonismo en cooperación. Cuando hay cooperación interior entre el evaluador y el evaluado se va pudiendo encontrar, ante cada situación que despierta miedo, cuáles son los recursos psicológicos que faltan para poder enfrentarlo y cómo desarrollar dichos recursos. Y cuando tales recursos no se pueden desarrollar, la retirada, al ser consensuada, deja de ser conflictiva pues forma parte del derecho que me asiste de elegir las condiciones más propicias para mi desempeño. Como dice el I-Ching: Saber emprender correctamente la retirada no es signo de debilidad sino de fortaleza… En la medida en que uno se ejercita en el despliegue de estos diálogos interiores, el miedo va recuperando su dignidad original perdida y vuelve a ser la valiosísima señal de alarma que es.

febrero 02, 2011

Un cuento escrito para Efraín Barbón

Como resultado del post anterior mi hermano mayor me ha pedido que publique en este portal un cuento que él escribió para Efraín Barbón.
Es un honor poner las letras de mi hermano a la hora del café, para que todos ustedes lo disfruten.
Es un cuento hermoso, muy sentido en sus palabras, lleno de nobleza y generosidad, se refleja el alma de mi hermano en ellas.
Gracias Herma, lovo.





DE HOMBRES Y ARBOLITOS
Carlos Velis


El ritmo de la ciudad, frenético y asimétrico, pinta a grandes pinceladas, más bien, empasta con espátula un transcurrir de manchas, acompañadas de ruidos sin concierto, en el que nos aglutinamos todos, hombres y mujeres, en una carrera con destino incierto. Dentro de ese cuadro, como absurdamente superpuesto, con un andar ralentado, en la acera de enfrente de la oficina donde empeño mi vida por ocho horas diarias, de pronto lo vi.

Era una ironía caminando; es decir, algo parecido a caminar. Más bien, flotaba bamboleándose como una rama de árbol en medio de un lago. Era una ironía caminando como que flotaba. En una ciudad discriminativa a ultranza, en que los blancos de ojos claros están en la TV, los morenos en los comercios y empleos y los mendigos tienen facciones indígenas, ver a un hombre con rasgos europeos en la más absoluta indigencia, era una ironía. Ni su extremada delgadez, ni la suciedad que lo cubría completamente, lograban borrar la estampa de elegancia y fineza que delataban una procedencia muy diferente al lodazal en que lo había arrojado la vida. ¿La vida?
Todo aquello era muy extraño. Iba envuelto en una atmósfera irreal, como un santón estilita del Medievo. Cojeaba penosamente. Su cabellera rubia entrecana, le caía hasta los hombros; la nariz recta y enérgica, apuntaba con extrema dignidad hacia adelante. Los brazos y las manos, completamente mugrientos, semejaban raíces de un árbol atormentado por las vicisitudes del tiempo y el clima. Pero lo más curioso era que, en sus manos, llevaba un arbolito.
Era un pino en una maceta. De esos tratados con la técnica oriental llamada bonsái, la cual consiste en cortar la raíz vertical para impedir el crecimiento. Era exactamente como la especie que crece en los bosques, árboles poderosos, de una altura colosal, sólo que éste, no se levantaba a más de veinticinco centímetros de altura en la maceta.
Lo detuve y le hablé. ¿Vende ese arbolito? Me vio de una manera extraña. Como agradeciendo. Entonces me contestó. Sí señor, es un abeto. La voz era profunda y con una lentitud del que se consciente condenado; que sabe que el tiempo ya no significa nada para él. Eso me estremeció por dentro. Siempre he sido muy observador y me las he llevado de poder interpretar el subtexto. Pero aquella voz me sorprendió. Sin saber qué más decir, pregunté lo obvio. ¿Es un bonsái? Él, tomando una buena bocanada de aire, me respondió. Sí. Es un bonsái de un año. Ya tiene su buen montón de raíces. Más curioso, volví a indagar. ¿Usted los hace? Lentamente, casi para sí, me contestó. Sí. Es mi forma de ganarme la vida. Es que yo fui publicista, pero ya no puedo trabajar de eso, porque tengo una enfermedad terrible. Estoy condenado a muerte. Sus ojos azules se llenaron de lágrimas. Tengo sida, señor.
En ese momento, sentí un impulso de salir corriendo de allí. Pero inmediatamente se impuso el ejercicio que hice por muchos años, preguntándome qué haría en un momento así. Muchos amigos míos, bailarines, músicos, actores y de otras profesiones, homo y heterosexuales habían muerto, pero yo no los había tenido enfrente, dándoles la mano. La información sobre el tema terminó imponiéndose y le tomé un hombro.
Entonces, como quien deshoja un manuscrito al viento del otoño, soltó su historia. Proveniente de una familia de gran fortuna, con una carrera universitaria en los Estados Unidos, un negocio propio y un sitio en todos los salones del gran mundo. Una juventud alegre, despreocupada, en la abundancia, de francachelas y excesos. Corredor de autos y gran medrador de las esferas del poder. Escanció las mieles del placer hasta las heces. Casó con una diplomática millonaria, con la que procreó dos hijos. Luego de divorciado, contrajo segundas nupcias con esa mujer que cambió las cerraduras de la casa, cuando supo la terrible verdad.
Amigo de presidentes y dictadores, asiduo a la mesa de Tacho, consuelo de las casadas olvidadas, como doña Esperanza Porto, abanderado del hedonismo, conoció, bíblicamente, a reinas de belleza, artistas, primeras y hasta últimas damas. Ron y tabaco a libre demanda, discotecas de moda, pistolas, vuelos, barra shows, mujeres, mujeres, mujeres.
Así comenzó una amistad, o relación comercial. Él llevaba arbolitos y yo le compraba casi a diario. También compré libros sobre la materia y fui desarrollando los conocimientos necesarios. Algunos morían, otros vivían por un tiempo, enfermaban y morían. Pero hubo algunos que sobrevivieron.
Varias personas llegaban a la oficina, con sus buenos oficios, para prevenirme que estaba siendo estafado. Aseguraban que veían al viejo cuando arrancaba las plantas de los arriates de la calle, para ir a vendérmelos. Ya lo sabía. Yo mismo lo vi caminando por las calles, buscando entre el polvo de los arriates. Arrancando retoños de Laureles, Amates, Chilamates, Llama del bosque,, Árbol de fuego, Palo de hule y tantos otros, que, a pesar del desastre ecológico que significa la ciudad, crecían tenazmente, como recuerdo de ancestrales bosques tropicales. Algunas veces, crecen hasta en pequeñas grietas de las paredes, donde apenas tienen unos granos de tierra. Los sembraba en macetas o, cuando no alcanzaba a comprarlas, en cualquier recipiente que pudiera contener un puñado de tierra.
A mí, me parecía más digno vender arbolitos, que pedir limosna. Además, la mayoría de ellos sobrevivía, lo que indicaba que tenía “buena mano”, como se dice en el campo.
A veces, llegaba muy mal, que parecía que las manos de los dioses atenazaran y fueran a disponer de él en cualquier momento. Tal vez esa misma noche. A los días, volvía repuesto. Los dioses habían aflojado.
Un día le pregunté cuánto tiempo llevaba viviendo así y me dijo que, desde que le descubrieron la enfermedad, habían pasado ocho años y, de vivir completamente en las calles, deambulando de día y durmiendo en los portales, por las noches, tenía dos años. Ese dato era sorprendente, sobre todo tomando en cuenta que padecía una terrible enfermedad mortal. Usted es fuerte, le dije. Otro ya se hubiera muerto. A usted lo está matando la tristeza. Trate de salir de eso. Hable con su familia. Entonces, con la garganta hecha un nudo, me contó que su madre fue la que lo echó a la calle desde que supo de su enfermedad. Su hermano menor, médico, una noche lo golpeó en el callejón donde dormía.
Conmovido por aquella historia, indagué esos datos tan sorprendentes de aquel príncipe convertido en mendigo, como un personaje de Dickens. Para mi sorpresa, todos eran ciertos. Ex condiscípulo de presidentes, ex amante de grandes damas, ex caballero en los salones elegantes, ahora expedito del gran mundo. Supe, además, que su familia lo había despojado de toda su herencia, falsificando firmas y documentos. Pero, por si fuera poco, aquella gente hace mucha caridad; presiden fundaciones y son árbitros de la moralidad y los valores de la sociedad. Toda una gente de “buena familia”.
Lo invité a mi casa un domingo, para que se bañara y comiera bien, siquiera por un día. No llegó. Incluso, se desapareció por un tiempo. Después me contó que había estado en el hospital. Que la noche del sábado anterior, los dioses parecía que apretarían hasta reventar. Pero que ya estaba mejor.
En una segunda ocasión, en que hacía frío y mucho viento, le repetí la invitación. Le ofrecí que durmiera en mi casa, por lo menos mientras duraban los vientos, pero tampoco llegó. En esa ocasión, había estado escondido, porque fue a la casa de la madre, a clamarle por un plato de comida, desde la calle. En su desesperación, la ira le subió y con un tubo de hierro, quebró la cerradura de la casa. La señora llamó a la policía, que llegó rápidamente, pero no lo capturaron, porque no sabían que aquel indigente cubierto de mugre y cuerpo endeble, fuera el agresor. Se retiró de entre los policías, con su paso vacilante, de pabilo a punto de extinguirse.
Entonces entendí la patética verdad. Que la sentencia de muerte no la firmó la enfermedad. El verdugo era su propia sangre. El hacha en manos de ese verdugo, era el desprecio. Que el caso no tenía solución. Él no iba a entrar a ninguna casa, si no era la de la madre; ni comería en otra mesa, más que la suya, ni se calentaría en otra leña, más que la de su hogar.
Así que no insistí más; sólo me limité a comprarle ramas y cogollos recién cortados y sembrados precipitadamente. No obstante, debo aceptar que, milagrosamente, algunos han sobrevivido y desarrollado. Tienen buenas raíces, brotes, ramas torturadas, como hendidas por el rayo, varios están enraizados en piedra. El bonsái es una criatura vegetal que sobrevive entre las adversidades. Mala tierra, poco sol, sufren una poda despiadada, para mutilarles el crecimiento; en fin, unos verdaderos héroes de la vida. Mi amigo, semejante a éstos, era un hijo de aquel árbol que una vez fuera gigantesco, ahora talado; un cogollo que había brotado a pesar de todo, aferrándose tenazmente a la vida. Un gigante enanificado, luchando por conservar el hálito vital.
La confianza que me tenía, lo fue haciendo soltar ciertas cosas de su vida, que me permitió profundizar en aquella personalidad tan especial. Una vez me contó que había visto asesinatos y asaltos, por las noches. Aquella frágil figura, más bien era una sombra, por lo que no lo tomaban en cuenta. Era como que no existiera. Vio matar a sangre fría. Después, confesó que había estado ligado a ciertos servicios de inteligencia. Me asustó mucho, cuando me dijo que había tenido en sus manos un expediente con mi nombre.
Una noche se encontró con un joven de un país vecino. El padre de éste, había sido muy amigo de nuestro hombre bonsái. Se identificaron y el joven, conmovido, le juró que lo sacaría de aquella situación, por los viejos tiempos. Tendría, de allí en adelante, un techo, comida y ropa. Volvería a ser persona.

Nunca más apareció. Eso lo golpeó de tal manera, que empeoró. Ya no se podía ni sentar. No retenía la comida. La depresión se hizo más profunda, al punto que dejó de trabajar sus arbolitos. Deambulaba por esas calles, detenía a sus conocidos y pedía limosna, aunque él decía que era para los autobuses, porque tenía que ir a cierta parte.
Por fin, se ausentó del todo; cambió de ruta, no volvió a pasar por la oficina, ni apareció por las noches, cuando le íbamos a dejar un plato de comida.
Pero la última conversación, no la olvidaré mientras viva. Aunque aparentaba muchos más años que yo, descubrimos que nacimos el mismo año. Estuvimos hablando de nuestra juventud. Asombrosamente, estudiamos en los mismos colegios, conocimos a la misma gente; aunque los caminos de nuestras vidas nunca se encontraron y nos llevaron por rumbos totalmente diferentes. Para cuando la guerra, yo fui guerrillero y él fue piloto aviador. Con una energía que no le había visto hasta entonces, me contó de negocios oscuros, como tráfico de armas, en que estuvo involucrado. No le puedo contar más, porque hay mucha gente que todavía está en la cosa pública, que le pueden hacer daño. A mí, si llegan a saber lo que le he dicho, me matan. Luego me contó que había bombardeado barrios populares, con bombas de napalm. Le juro que yo no sabía lo que era eso. Sólo me di cuenta, hasta que vi los cuerpos achicharrados, en el mismo lugar donde estaban parados. Se veía muy intranquilo. Se rascaba el cuerpo con desesperación. Se puso de pie, con esfuerzo. Se mareó y se detuvo como pudo. Después, caminó un poco, como si buscara un espacio limpio donde poner el pie, después de haber ensuciado el lugar con sus recuerdos. Hizo un hondo silencio.
Entonces, dando la vuelta para irse, más para él mismo que para mí, dijo: Usted no se imagina. Son demasiadas cosas que tengo que purgar antes de irme. Ya me han dicho, “vos no te vas a morir, hasta que no pagués lo que hiciste”. Esta enfermedad no me deja, pero no me mata. Por las noches me suben las calenturas. Las pústulas no me dejan ni sentarme.
Yo lo alcancé un poco y le dije: No entiendo cómo usted solo tiene que aguantar todo esto, cuando hay muchos que se están riendo de la vida, como que no hubieran hecho nada.
Sonrió resignado y me dijo: No crea, esos se ven frescos y elegantes; cualquiera se equivoca y cree que han huido de sus conciencias, pero también llevan su cruz. Suicidios, hijos drogadictos y locos, o presos en países donde las leyes valen, vergüenzas terribles, que ahogan entre las cuatro paredes de sus casas o silencian con sangre. Y ya no digo más. Tengo miedo.
Esa fue la última vez que lo vi. Se alejaba penosamente entre el humo de los autobuses.
Muchos de los arbolitos que le compré a él, aún están vivos y desarrollándose saludablemente. Esas vidas vegetales son su reivindicación. Tal vez algún día logre limpiar su conciencia, pero, en lo que a mí respecta, ese viejo será siempre el hombre de las manos de raíces, que daban vida, que me enseñó a amar los bonsái.